Paz de Ariporo
Paz de Ariporo | ||||
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Municipio | ||||
Panorámica de Paz de Ariporo.
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Localización de Paz de Ariporo en Colombia | ||||
Localización de Paz de Ariporo en Casanare | ||||
Coordenadas | 5°52′52″N 71°53′30″O / 5.8811111111111, -71.891666666667 | |||
Entidad | Municipio | |||
• País | Colombia | |||
• Departamento | Casanare | |||
Alcalde | Jorge Camilo Abril Tarache (2024-2027) | |||
Eventos históricos | ||||
• Fundación | 12 de octubre de 1953 | |||
• Erección | 12 de octubre de 1974 | |||
Superficie | ||||
• Total | 12144 km² | |||
Altitud | ||||
• Media | n/d m s. n. m. | |||
Población (2023) | ||||
• Total | 38 151 hab. | |||
Gentilicio | Pazdeariporeño, -a | |||
Huso horario | UTC -5 | |||
Sitio web oficial | ||||
Paz de Ariporo es un municipio colombiano ubicado en el departamento de Casanare. Tiene una población estimada, en 2021, de 33.446 habitantes.[1]
Está situado a una distancia de 456 km de Bogotá. Es el tercer municipio de Casanare por población después de Yopal y Aguazul, además de ser el primero por su extensión de 13.800 km².
Toponimia
Paz de Ariporo debido al proceso de paz del presidente Gral. Gustavo Rojas Pinilla que se estaba desarrollando en eso momentos a orillas del río Ariporo.
División Político-Administrativa
Además de su Cabecera municipal. Paz de Ariporo tiene bajo su jurisdicción los siguientes Centros poblados:
- Bocas de La Hermosa
- Caño Chiquito
- Centro Gaitán
- La Aguada
- Las Guamas
- Montaña del Totumo
- Rincón Hondo
Historia
Su fundación se debe al general Juan Nepomuceno Moreno. El origen del municipio, conocido antiguamente como La Fragua, se remonta a finales del siglo XVIII, cuando Moreno, natural de allí, lo organiza política y administrativamente hasta convertirlo en localidad importante. Después de su muerte, ocurrida el 31 de diciembre de 1839, los habitantes cambiaron el nombre en su honor, bautizándolo como Moreno en 1850 [cita requerida].
Entre 1870 y 1885, la población de Moreno se convirtió en capital de Casanare. A mitad del siglo XX, yacía en ruinas por la violencia ocurrida en el país. Obtuvo su categoría municipal en 1974.[cita requerida]
Tras la destrucción del pueblo de Moreno en 1950, en la guerra bipartidista de Colombia, los habitantes tuvieron que huir por casi cuatro años; algunos partieron al Meta, otros a Bogotá, Sogamoso y otras ciudades y la mayoría se escondieron en el monte, donde cocinaban en las noches para que las avionetas no detectaran el humo y evitar ser bombardeados. En enero de 1953, por la insistencia militar, pesquisas y propaganda lanzada desde el aire, emergieron como nubes los agazapados en el monte y rápidamente llenaron el campamento situado en la falda de la montaña. El sitio llamado "Lechemieles" albergó gente de todas las edades que salieron de las márgenes del rio Muese, Ariporo, Tate, de Hato Corozal, Támara, la Aguada, la Candelaria, la Chapa, Caño Chiquito, las Gaviotas, la Motuz, Las Cuamas, Las Mercedes, Camorucos, Rincón Hondo, Palosantal, El Totumo, San Pablo, San José, la Barranca, Carrastol y la Humareda, después que como esteros, el llano se inundó con el rumor del cese al fuego y la obligatoriedad de agrupase donde decidiera el ejército que los sacó de sus fundos, fincas, cuevas y los aglomeró a la intemperie bajo sus condiciones.[2]
Un campo de concentración apellidado distinto por otros que han contado apartes de esta historia, temerosos de llamarlo por su nombre o por el martirio y el trauma que causó, del cual han querido apartarse. Lechemieles cumplía las peculiaridades y se humilló al yugo de la brutalidad de pocos hombres, cobardes, que se ensañaron con llaneros pescando permisos para sobrevivir, sujetos a su humor o a la presencia en sus familias de quinceañeras en mira para el abuso. [3]
Pudieron ir a Moreno a traer escombros de sus propias casas, láminas de zinc y pedazos de madera para levantar mediaguas y favorecerse de las asperezas. Así lo hizo Antonio cuya habilidad manual muchas veces les salvó la vida y otros que trabajando a diario bajo el sol corpulento lograron levantar un cubil en el cual acamparan sus mujeres e hijos. Muchos ancianos murieron, no alcanzaron los viajes ni resistieron piedras a la espalda. Quien tuvo chinchorro dormía en él, los que no, limpiaban la maleza y elevaban una especie de nido que cubrían con un cuero de vaca, en ocasiones no del todo seco. Como si fuera poco, llovía y del hacinamiento no solo emanaban olores sino gritos y lamentaciones a las que casi nadie respondía intentando sobrellevar su propio drama. Las noches tenebrosas enloquecían con ruidos provenientes de desconocidas fuentes; cuando ojos brillaban a lo lejos, suponían lobos, con las hojas de los árboles batiendo imaginaban fieras descendiendo y los quejidos de los enfermos moribundos causaban escalofrío. Fenecieron sin techo o por picaduras venenosas de culebras, por infecciones ocasionadas por bichos apestados en un terreno plagado de alacranes, ratones, cucarachas, ciempiés, murciélagos y toda clase de alimañas, foco de contagio que aniquiló a los débiles. Agonizaban y morían. A una señora33, cuyo rancho estaba al lado del de la familia de Berta, la mordió una serpiente cuando una mañana al despertar bajó el pie del chinchorro. Rápidamente le amarraron la pierna haciendo un torniquete para que la sangre no circulara y el veneno no se esparciera y no llegara al corazón. Como amamantaba una recién nacida tuvo que valerse de la solidaridad de una buena cristiana que hizo las veces de nodriza y donó la leche materna para que la niña sobreviviera. En Lechemieles no tenían con qué hacer siquiera una infusión. Al lugar llegaron con enfermedades respiratorias y otras que embistieron como gripas, neumonía, tuberculosis, ataques gastrointestinales, diarrea, provocadas por las pésimas condiciones en que se escondieron en la guerra y por los virus volando en el aire al defecar detrás de los improvisados 129 cambuches. Anidaban en medio de un tufo intolerable en el que todos tenían derecho de hacer sus necesidades. Atacó el hambre. Física hambre. Aguantaron y murieron de hambre. Podían levantar un fogón de piedras, pero no había qué cocinar. Hervir agua en latas desocupadas de sardinas, era lo máximo. Se salvaban las familias de las novias de los militares que recibían mercados por la corrupta repartición, jugándose la congoja de un pueblo. Sobrevivir fue un reto, no solo de los grandes, sino de los pequeños que desarrollaron defensas ante sicalípticas circunstancias higiénicas.[4]
El hedor se esparcía vaporoso en el ambiente, mientras debajo de los árboles alguno vomitaba. Al medio día la fetidez era insufrible y al caer la tarde los chulos revoloteaban deleitados por la fermentación. Como no había ataúdes, los cadáveres se ponían en barbacoas; unas varas de madera a los lados del cuerpo que no cubrían con sábanas, ni con tapas. Como morían mínimo siete diarios, el asunto se salía de las manos y cuando un cadáver se exponía hasta el día siguiente, con la aparición de la luz ultravioleta, el mal olor obedeciendo las leyes de la ciencia se esparcía hasta inabordables rincones del cerco. Al principio no se tomó ninguna acción hasta que, a punto del colapso, la gente se rebeló y exigió enterrar sus muertos. Los que morían por causas diferentes al fusilamiento, porque a esos, permitían que los devoraran los chulos. Por la presión las tropas 130 destinaron un lote para sepultarlos, por eso Paz de Ariporo, después de Campo de Aterrizaje, antes de fundarse, tuvo cementerio, el mismo vigente hasta hace pocos años. A los primeros que trasladaron a ese lote les botaban por encima unas escasas paladas de tierra. Algunos contaban en voz baja que por los lados del aeropuerto se veía hombres jugando fútbol con las cabezas casi secas.
A los problemas diarios se sumó la envidia corroyendo las células de quien la padeció, cegando y matando por no frenar a tiempo el deseo de ver al otro abatido y engruesando uno de los peores sentimientos atinentes al ser humano. Por envidia se mintió, se robó y se acusó inocentes. Era la ley del silencio, era la ley del terror. Los militares enunciaban listas proporcionadas por los mismos habitantes, muchas, producto de resentimiento o riñas anteriores. Quien odiaba, acusó de 131 bandolero o chusmero, de robar unos panes o conseguir alimento y a esa gente la obligaban a dejar las ranchas y en la noche sonaban los disparos. Muchos agonizaron acusados, perversamente, por cometer el delito de obtener beneficios, que consistían muchas veces en lograr una panela. Armaban grupos de hasta doce y fusilaban. Como sucedió a sus amigos con los que jugaba cartas. Una tarde se llevaron al padre y al hijo, un chico guapo, de ojos claros, pelo crespo y a los pocos minutos las ráfagas hicieron eco en las púas de los alambres y los demás descifraron el desenlace. Isabel y Antonio, con un permiso para ir a la Derrota a recoger cosechas, pasaron por el caño Guarataro y los zamuros merodeando una cerca, les hicieron desviar algunos pasos. Reconocieron los cadáveres y, pese, a estar de cierta forma familiarizados con la guerra, desconsolaron por sus amigos; los que días antes se llevaron. No obtuvieron permiso para enterrarlos, así que marcharon con la cabeza baja por la pena sepultándolos en el ánimo.[5]
Finalizando febrero, cuando el verdugo creyó depurar suficiente, suspendió la auto titulada “limpieza social” y desvió el objetivo. Ninguno comprendía qué ocurría. Interrumpieron los asesinatos y sonrieron a quienes tropezaban. Se rumoraba en Lechemieles un cambio del que nadie informó, pero la tropa, de repente, reemplazó el discurso. Hablaron de construir, como si lo vivido escasas horas antes se hubiese evaporado. Quisieron empujarlos a una amnesia general y desde entonces el tópico fue la cimentación de albergues para los contra guerrilleros, sus parentelas y para unos cívicos que servían a la autoridad. Los militares recibieron la orden de estancar el exterminio y, en cambio, reubicar los desplazados en un lugar que 134 cumpliera ciertas características, pero debían ayudar a levantar las casas de la contra guerrilla, después los edificios oficiales y luego les asignarían lotes en los que cimentarían viviendas propias. [6]
La población rencorosa, inicialmente se negó, pero advirtiendo cierto cambio en el rigor, terminado el encierro y el toque de queda, dispusieron ejecutar las tareas asignadas, pero molestos aún por la vigilancia de los militares. Los contra guerrilleros eligieron los considerados mejores sitios de la mano de un contratista35y a los demás fijaron terrenos con criterios no del todo justos; hijas bonitas que llamaban la atención de los militares, apellidos aun considerados influyentes y otros juicios no sensatos. No fue equitativo, pero estaban sedientos de paz. Tras la metamorfosis, los conglomerados prestos cooperaron y levantaron un bastión para el comando.
Encerraron el área construyendo una muralla, que, en vez de elevarse, se hundía un poco más de un metro, de manera que los soldados cabían de pie, no se veían desde fuera y se favorecerían agachados en caso de un enfrentamiento, en un espacio de alrededor de ochenta centímetros de ancho. La fortaleza era, a la vez, una trinchera, una zanja protectora que resguardaba el comando y la alcaldía militar, con torrecillas de 135 vigilancia en las esquinas y en el frente dos puertas que cerraban con un broche a través del cual era prohibido pasar.
Los habitantes de los corregimientos, veredas y fundos recogidos en Lechemieles, ignoraban que se cumplía la orden superior de iniciar un poblado, pero lo intuyeron al construir esas casas y cuando recibieron los primeros lotes, por eso, reunidos con los comandantes hicieron dos pactos. El primero, el pueblo no se proyectaría hacia el mismo sitio en que yacía incendiado Moreno ni se llamaría igual. El segundo, lo expandirían en la parte más limpia de la sabana, en la más plana, en el bello horizonte que se divisaba bajando la colina, hacia el campo de aterrizaje. No redificaron. Los comandantes temían que los bandoleros se escondieran en el tupido monte alrededor de Moreno y desde allí atacaran. Acordaron dónde y cómo se trazarían las primeras manzanas, para lo cual nombraron dieciséis líderes36 que diseñaran y esbozaran los croquis.
En horas de la mañana trabajaban para el bien público y en las tardes para sí mismos, con un método solidario que apoyaron. Hombres sanos, robustos, fuertes y dispuestos, ponían cuatro horcones y enseguida otro grupo entechaba con palma. Se edificaban cuatro casas al tiempo y al terminarlas empezaban otras cuatro y, así, las primeras cuadras estuvieron listas en muy poco tiempo. En menos de dos meses trazaron dieciséis manzanas idénticas, simétricas, con moradas de horcón y palma. En marzo de 1953, el caserío tenía forma. Sin saberlo estaban fundando Paz de Ariporo hasta ahora sin nombre.
Los cuatro años anteriores, escondidos en el monte y con zozobra de hallarse, no solo sustrajeron vigor, sino acabaron sus dientes, el color de su pelo y mancharon sus pieles, pero 136 ahora se concebían sanos y frente a la mayor antítesis de sentimientos; felicidad y ansiedad, aguardando la paz o un ataque imprevisto. No se acostumbraron a la combinación “bienestar y depresión” y pensaban que con cada aurora podía llegar una plácida o irritante sorpresa. Todo era posible, por eso se concentraron en lo cotidiano, con vertiginoso brío y a la vez pánico al cambio. Tenían estremecimientos contradictorios y sublevados. Miedosos, resentidos, quisquillosos, considerando la menor ofensa un agravio, no obstante, un efecto opuesto de euforia. Entendieron que para ser felices hay que concentrarse en el presente. Sin darse cuenta, pasaron seis meses desde que los llevaron a Lechemieles y esa fue la cresta de la perseverancia, porque ya no vivían cautivos, sino en sus propias casas, por eso notaron que una mañana invernal se tornó verano y advirtieron que el Flor Amarillo marchitó tardíamente y repararon en la trova de las aves, porque viajó en la brisa la noticia del golpe de estado propinado por el General Rojas Pinilla al presidente Laureano Gómez.
Ese mismo día, el 13 de junio de 1953, en un radio encendido a alto volumen, que expandía el eco desde la guarnición militar a todo el caserío, le escucharon decir su proclama. —“¡Paz, Justicia y Libertad! ¡No más sangre, no más depredaciones en nombre de ningún partido!” … Débiles, pero dichosos, incluso ignorantes, ovacionaron y entraron en un trance motivacional en el que parecían hipnotizados. En lugar de celos hablaban de confianza, en vez de enemistad, armonía y todos se sentían maestros y aprendices. Y no era para menos, porque el cambio fue abrupto.
Nuevas tropas ocuparon el puesto de las antiguas, 137 con actitud refrescada y benévola. Revolotearon aviones militares, pero a cambio de bombas para explotar sus casas, iban cargados de volantes que lanzaron al aire y se insertaban en las ramas de los yopos, corozos y moriches y después se esparcían con el viento para caer en sus manos. Tenían una impresión en letras negras con frases que invitaban a entregar las armas.
Al parecer, el movimiento de paz venía gestándose con la reconstrucción y la creación de pueblos arruinados en el combate, pero fue un secreto. Supieron por miembros del ejército que un General, Duarte Blum, se reuniría con los “bandoleros” que, desde meses antes, manifestaron estar de acuerdo con la entrega de las armas. Se rumoraba que los grupos se debilitaron, enfermos, sin medicamentos, sin ropa y sin armas y que el apoyo económico que recibieran de políticos liberales desde el interior del país se esfumó, siendo el mayor motivo de la decadencia, hecho que aprovechó el nuevo gobierno para ofrecer ayudas económicas a cambio de la firma de la paz.
Para acercarse e inspirar confianza se refirió a ellos como “guerrilleros” y no como “bandoleros”, como hasta ahora los llamó su antecesor y como se conocían en todo el territorio.
Como antes, cuando se propagaban los corridos guadalupanos, circularon escritas y de viva voz, las peticiones que los comandantes exigían al gobierno, como las garantías para los combatientes, indemnizar las víctimas del conflicto, dar trabajo a los guerrilleros amnistiados, liberar presos políticos, reconstruir los pueblos, levantar escuelas, colegios y cooperativas agrícolas con crédito y maquinaria, entre otras demandas.
A sus oídos llegó también que Guadalupe Salcedo y Aljure se juntaron con sus cuadrillas y les hicieron disparar al aire para vaciar los fusiles y que tenían tantas municiones, que el olor y la nube de pólvora se esparció hacia el norte, quedando varios días en la atmósfera de Aguazul, Chámeza, Recetor, Maní, Orocué, San Luis, Trinidad y Nunchía. Y que luego con sus hombres avanzaron hacia Tauramena, Monterrey y Yopal, aguantando largas filas para el registro, hasta lograr un salvoconducto e iniciar su nueva vida distantes del espanto de la ofensiva. Como sea, Rojas Pinilla logró su objetivo.
El nuevo gobierno convirtió Casanare en Jefatura Civil Militar con sede en Yopal, dependiente de Tunja y Villavicencio y luego de Boyacá, vigente hasta 1973, dejando de ser la Comisaría Especial que fue hasta entonces y desde 1950. En septiembre de 1953, la frecuencia militar divulgó por todo el caserío la ceremonia en que se firmó el documento que clausuró la guerra. Un locutor narró, cómo cada guerrillero recibió: un pantalón, una camisa, una pala, una peinilla, una ancheta y dos mil pesos, con los que algunos iniciaron negocios variados relacionados con la ganadería, otros regresaron a su lugar de origen y muchos se quedaron en Monterrey formando familias y abultando el pueblo. En Lechemieles y alrededores no hubo entrega de armas, en ausencia de cuadrillas, pero celebraron la firma de la paz ovacionando el General y las tropas y supusieron que en manos de militares Colombia sería una nación pacífica, desarrollada y con futuro para su descendencia y que en los siguientes años se cumplirían las exigencias hechas por los cabecillas.[7]
Un subteniente del ejército llamado Jaime Fernández Salazar, quien para la época del 13 de octubre de 1953 se desempeñaba como comandante del Puesto Militar de Caballería Páez, recibió la orden del teniente coronel Luis Alejandro Castillo, comandante del Grupo de Caballería Páez, para abandonar la población de Moreno porque quedaba muy lejos del aeropuerto. Debido a la orden recibida, el oficial se trasladó con sus hombres y varios pobladores, kilómetros abajo en plena llanura dando origen al Municipio, Testigos de este hecho fueron personas como don Nicasio Mariño y Leónidas Zamudio.[8]
En el parque principal del Municipio hay una placa alegórica donde Guadalupe Salcedo y sus huestes le entregan las armas al general Duarte Blum.
En la historia de Paz de Ariporo se han registrado varios devastadores incendios; el más recordado es el que se dio cuando el pueblo estaba situado en Moreno viejo.
La santa patrona de Paz de Ariporo es Nuestra Señora de los Dolores de Manare; se dice que su nombre se debe a que en la montaña Manare una india estaba en el río recogiendo agua cuando la santa patrona se apareció y pido que todos viniesen; sin embargo, existen otras versiones.
Símbolos[9]
Escudo
El escudo fue diseñado por Rafael Antonio Calixto Reyes.[cita requerida] Lleva en su campo los colores de la bandera del municipio en tres cuarteles.
Para el año 1978, el señor Hugo Moreno, Alcalde Municipal, convocó a todos los estamentos públicos y privados, a un concurso cuyo único fin era dotar al municipio de símbolos representativos (escudo y bandera) que lo identificaran a nivel regional y nacional, puesto que a la fecha solo se contaba con el himno municipal, obra del señor Carlos René Valor.
Para el diseño, Rafael Antonio Calixto Reyes se enfocó en las riquezas del municipio. Para la época lo mejor del pueblo era la hacienda "El Cebú", del señor Concho Díaz. Los ejemplares bovinos de aquel entonces eran tipo exportación; por eso plasmó un toro en el cuartel izquierdo en amarillo, lo cual representaba la riqueza agrícola y ganadera en aquel entonces. En cuartel derecho y en color rojo, dibujó una brazo izquierdo empuñando una lanza. Hay que recordar que en esos tiempos esa era el arma principal que se utilizaron en las batallas contra el ejército español.
En el centro dibujó la imponente cordillera oriental, con sus nevados y algunas nubes, la inmensa llanura, y en el centro un gorro frigio, símbolo de libertad. Se basó en ello porque, subiendo muchas veces las veredas La Barranca y Carrastol, con un caballo o un burro cargado de leña, plátano, yuca, etc., se veían los nevados de Chita y Guicán en todo su esplendor coronados por algunas nubes. Después bajando las veredas La Guada y Palo Santal, se encontraba primero con las ruinas del histórico pueblo de Moreno y más adelante veía la inmensidad de la llanura. Entonces recordaba las clases de historia de sus profesores de primaria y secundaria, los cuales decían: “En estas tierras se libraron infinidad de batallas y fue paso obligado de grandes ejércitos a la cabeza de sus generales, los cuales nos dieron la libertad”.
Las ramas de olivo siempre han sido, desde la antigüedad, el premio más grande otorgado a personas importantes y es el símbolo mundial de la paz. Plasmó tres en el escudo: una para los Generales Bolívar y Santander, la siguiente para el hijo ilustre de La Fragua, el general Juan Nepomuceno Moreno y la última para nuestro municipio, el cual luego de sufrir los estragos y embates de la naturaleza y luego la violencia partidista del país, ha renacido de sus cenizas y hoy en día es una comunidad pujante y en continuo crecimiento y desarrollo.
Las ramas de olivo y el gorro frigio están unidos con una cinta dorada, en ella aparecen las siguientes inscripciones: Razón y Equidad que significan la capacidad humana para resolver problemas de una forma satisfactoria, buscando siempre la justicia y la igualdad social, que fue siempre lo que buscó el general Juan Nepomuceno Moreno, en los lejanos años de la independencia, para la provincia del Casanare. Le dibujó dos lanzas que sostiene al escudo y que simbolizan la lucha ferviente de nuestros antepasados contra la opresión y la defensa de los derechos regionales y nacionales. Por último, incluyó un sol con nueve rayos, que significan la totalidad y logro de metas y proyectos en el grado más alto y la luz de la esperanza de todos los pueblos del oriente colombiano
Bandera
Fue diseñada por Hermelina Chaves.[cita requerida] Tiene un diseño triangular horizontal, con tres colores, verde, rojo y amarillo. La franja verde está en el extremo más próximo al asta, la franja roja en el centro, y la amarilla en la parte exterior.
Himno
El himno del municipio fue compuesto por Carlos Valor Segua.
Salud
Paz de Ariporo cuenta con un hospital de primer nivel, Jorge Camilo Abril Riaño, dependiente de Red Salud Casanare. Es el único del Municipio con servicio de urgencias. Ofrece además consulta externa y odontología.[10]
Turismo
Entre los atractivos de la localidad pueden mencionarse: paseos a ríos, folclore llanero, comida típica, música y bailes. También se encuentra el santuario a la patrona del municipio, Nuestra Señora de los Dolores de Manare, además de reservas naturales como el Vainillal, a unos cuantos metros del pueblo.
Comunicaciones
La carretera Marginal de la Selva atraviesa el territorio de Paz de Ariporo.
Personajes
- Julián Martínez, futbolista profesional.
- Diana Claudine Flórez Páez, escritora, autora de: El perdón a las ánimas. 
Referencias
- ↑ «Página oficial del Municipio de Paz de Ariporo». Consultado el 26 de septiembre de 2021.
- ↑ Flórez, Flórez Páez Diana Claudine (2021). «CAPITULO 5. DE LOS LECHEMIELES A PAZ DE ARIPORO.». En DIANA FLOREZ, ed. El perdón a las ánimas. BOGOTA: DIANA FLOREZ. p. «p.» 127 y 128. ISBN 978-958-49-4289-0.
- ↑ Flórez, Flórez Páez Diana Claudine (2021). «CAPITULO 5. DE LOS LECHEMIELES A PAZ DE ARIPORO.». En DIANA FLOREZ, ed. El perdón a las ánimas. DIANA FLOREZ. p. «p.» 129. ISBN 978-958-49-4289-0.
- ↑ Flórez, Flórez Páez Diana Claudine (2021). «CAPITULO 5. DE LOS LECHEMIELES A PAZ DE ARIPORO.». En DIANA FLOREZ, ed. El perdón a las ánimas. DIANA FLOREZ. p. «p.» 129-130. ISBN 978-958-49-4289-0.
- ↑ Flórez, Flórez Páez Diana Claudine (2021). «CAPITULO 5. DE LOS LECHEMIELES A PAZ DE ARIPORO.». En DIANA FLOREZ, ed. El perdón a las ánimas. DIANA FLOREZ. p. «p.» 131 y 132. ISBN 978-958-49-4289-0.
- ↑ F, Flórez Páez Diana Claudine. El perdón a las ánimas.
- ↑ F, Flórez Páez Diana Claudine (2021). DIANA FLOREZ, ed. El perdón a las ánimas. DIANA FLOREZ. ISBN 978-958-49-4289-0.
- ↑ Página Alcaldía de Paz de Ariporo
- ↑ Página del municipio
- ↑ [1]